En las democracias modernas, el poder militar fue destinado a los espacios de seguridad nacional y catástrofes humanitarias; la administración civil del orden público, la seguridad ciudadana y la protección de derechos quedaron reservadas para cuerpos policiales, legítimos depositarios del monopolio de la fuerza. Sin embargo, el reciente giro de Donald Trump —desde ordenar al Pentágono que prepare a la Guardia Nacional para “sofocar disturbios civiles” hasta desplegar tropas federales en ciudades “enemigas”— cristaliza una nueva fase: el orden público preventivo, es decir, el uso anticipado –cuando no la mera exhibición– de la fuerza militar para inhibir la protesta y el conflicto, erosionando así los pilares mismos de la democracia.
Este viraje se ha materializado en tres escenarios especialmente significativos: Los Ángeles, Washington D.C. y, potencialmente, Chicago y San Francisco. En todos ellos, la constante es la misma: la injerencia federal sobre autoridades locales demócratas y la militarización de la vida civil como forma de gobierno.Ahora bien, este fenómeno no puede comprenderse únicamente como una decisión coyuntural o un exceso personalista. Responde a una lógica más profunda que ya ha sido descrita por varios autores críticos:
- La excepción securitaria como regla
Giorgio Agamben explicó que el “estado de excepción” tiende a normalizarse hasta convertirse en un modo de gobierno. Trump no declara formalmente un estado de emergencia, pero su doctrina del orden público preventivo funciona como una excepción securitaria permanente: suspende de facto garantías constitucionales (como el derecho a la protesta o la autonomía de los estados) en nombre de una amenaza siempre difusa —inmigración, crimen, disturbios posibles. Lo que se presenta como extraordinario se institucionaliza en la práctica, ampliando el poder punitivo del ejecutivo.
- La gobernanza del miedo como estrategia
La política de Trump puede leerse como un ejemplo paradigmático de “gobernanza del miedo”. Heinz Bude mostró cómo el miedo moldea las relaciones sociales y la identidad contemporánea: ciudadanos que internalizan la amenaza viven bajo una constante sensación de vulnerabilidad. Esa es precisamente la base sobre la que se erige el discurso trumpista: instalar la idea de que la sociedad estadounidense está siempre “al borde del caos”.
Zygmunt Bauman, en Miedo líquido, describía una ansiedad difusa ante amenazas que nunca terminan de concretarse. La retórica del “enemigo interior” (migrantes, agitadores, radicales) funciona en esa misma lógica: no importa si el disturbio ocurre o no, lo relevante es que se perciba como inminente. El miedo no se calma, se recicla continuamente en nuevas figuras de peligro.
Autores como Loïc Wacquant o David Garland han relacionado este fenómeno con el populismo penal y la expansión del control: la inseguridad se convierte en excusa para reforzar un aparato punitivo que no resuelve los problemas estructurales, pero sí consolida la centralidad autoritaria del Estado. En este sentido, la doctrina del orden público preventivo no busca tanto gestionar riesgos reales como producir miedo útil, un miedo que discipline, divida y debilite la capacidad de protesta democrática.
¿Qué pretende Trump en realidad? Más que garantizar seguridad efectiva, parece construir un clima de alarma permanente que legitime la concentración de poder y la represión anticipada de la disidencia. De este modo, se dibuja un círculo perverso: el miedo genera medidas excepcionales; las medidas excepcionales alimentan más miedo; y, en ese terreno, florece un Estado con rasgos crecientemente totalitarios.
Qué pretende Trump y qué pretenden todos los dirigentes occidentales de esta ultraderecha iliberal y retrógrada.
Lo que está en juego no es solo la gestión democrática en Washington o Los Ángeles, ni siquiera en el conjunto de los Estados Unidos, sino la supervivencia misma de la democracia como forma de vida política.