La reforma de la Justicia ha sido durante años un anhelo repetido pero pocas veces concretado. Hoy, el Gobierno da un paso firme al presentar una modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial que merece, por fin, llamarse con otro nombre: la justicia de la reforma. Porque no se trata únicamente de reorganizar estructuras o revisar procedimientos, sino de hacer justicia dentro del propio sistema judicial: abrirlo, modernizarlo y, sobre todo, legitimarlo ante una ciudadanía que lo percibe con creciente escepticismo.
La iniciativa, impulsada por el ministro Félix Bolaños, nace de una triple necesidad: adecuar la Justicia española al siglo XXI, atender a los requerimientos de la Comisión Europea y responder a una demanda social que no deja de crecer. En un país donde el acceso a la judicatura aún está condicionado por el origen socioeconómico, donde el lenguaje jurídico permanece inaccesible para la mayoría y donde la endogamia profesional ha consolidado castas internas, la reforma es no solo deseable, sino urgente.
Como ha subrayado el magistrado emérito Martín Pallín, esta reforma es, ante todo, un acto de regeneración democrática. No solo por lo que propone, sino por lo que denuncia implícitamente: que la Justicia, tal como está, ni es justa, ni es equitativa, ni es representativa. Que no responde a los estándares éticos ni de excelencia que la sociedad exige. Y que necesita ser transformada de forma estructural, no cosmética.
Entre las medidas clave, destacan la introducción de una prueba escrita práctica en el acceso a la carrera judicial, que permite evaluar competencias reales como la capacidad de redacción jurídica —clave en la labor de jueces y fiscales— y no solo la memorización de temarios. Esta prueba será anonimizada y grabada, garantizando mayor objetividad y seguridad para todos los candidatos.
También se incorporan mecanismos de equidad social, como el blindaje de las becas SERÉ —con cuantías mínimas igual al salario mínimo interprofesional—, y la creación de centros públicos de preparación en todos los territorios. Se trata de democratizar el acceso a la Justicia, abriendo la puerta a nuevos perfiles, más allá de quienes pueden permitirse años de formación privada y costosa.
Una de las apuestas más transformadoras es la regularización del colectivo de jueces y fiscales sustitutos, más del 80% mujeres, que llevan años ejerciendo sin estabilidad ni derechos equiparables a sus colegas titulares. La Comisión Europea ha exigido a España resolver esta situación, que vulnera principios básicos de empleo público. El proceso previsto, a través de concurso-oposición, reconoce su experiencia sin vulnerar los principios de mérito y capacidad.
La reforma también ataca de frente uno de los tabúes del poder judicial: la falta de transparencia y control interno. Desde la reconfiguración de la Comisión de Ética —ahora con expertos externos en filosofía y ética jurídica— hasta el establecimiento de un registro público de jueces que preparan opositores, se intenta poner coto a las dinámicas clientelares que han alimentado la endogamia del sistema.
Pero quizás uno de los elementos más controvertidos del actual debate es la reacción corporativa de parte del estamento judicial. La reciente "huelga" de jueces, fiscales y magistrados, sin cobertura legal, sin descuentos salariales y sin autorización del Consejo General del Poder Judicial, no solo carece de legitimidad jurídica. También pone en cuestión su deontología profesional. Quienes están encargados de velar por la legalidad y el respeto a las normas, ¿pueden permitirse actuar al margen de ellas para defender privilegios? ¿Es ético que quienes representan el poder más inaccesible del Estado reclamen mejoras ignorando los procedimientos que exigen a los demás?
Este episodio ha servido como termómetro del verdadero alcance de la reforma: no se trata solo de mejorar condiciones técnicas o reforzar plantillas, sino de cambiar una cultura corporativa que ha confundido independencia con inmunidad. Que rechaza la rendición de cuentas. Y que, en ocasiones, se resiste a cualquier apertura por temor a perder influencia, no por amor al derecho.
La propuesta del Gobierno no es perfecta, y requerirá ajustes durante su tramitación parlamentaria. Pero señala con claridad un rumbo: una Justicia más plural, más profesional y más conectada con la ciudadanía. Una justicia que no sea un coto cerrado ni un bastión del privilegio, sino un verdadero servicio público. La Justicia no debe ser solo independiente; debe ser también equitativa, accesible y legítima.
En definitiva, esta no es una reforma para los jueces. Es una reforma para la ciudadanía. Y por eso, más que “la reforma de la justicia”, lo que está en juego es algo más profundo: la justicia de la reforma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario