Hay una idea que me ronda con insistencia estos días: lo peor de la corrupción y de los abusos no es solo quién los comete —que también— sino que existan las condiciones para que puedan producirse. Cuando esos comportamientos afloran, probados o presuntos, no estamos solo ante fallos individuales; estamos ante fallos del sistema que los permitió, los toleró o no supo detectarlos a tiempo.
Lo escribo desde la preocupación y desde la lealtad. Los casos de corrupción, de acoso sexual o laboral que estamos conociendo y que afectan al Partido Socialista, me duelen. Me duelen precisamente porque creo en lo que representa el socialismo democrático, porque conozco su historia y porque sé que ha sido —y sigue siendo— una de las principales herramientas de progreso, igualdad y ampliación de derechos en nuestro país.
No me consuela, en
absoluto, que el Partido Popular acumule más casos, más graves y
más sistémicos. No me tranquiliza la comparación aritmética del
escándalo. La ética no es una competición y la coherencia no
admite el “y tú más”. Tampoco me basta con que los casos se
“resuelvan” mediante expulsiones, dimisiones o expedientes
disciplinarios. Son necesarias, sí, pero insuficientes. Actúan más
sobre las consecuencias que sobre las causas.
Desde la izquierda
tenemos la obligación histórica de abordar estas lacras de raíz.
La lucha contra la corrupción, contra los abusos de poder y contra
el machismo estructural no es un complemento moral de nuestro
proyecto político: es su columna vertebral. Forma parte del ADN del
socialismo desde hace más de siglo y medio, desde que nació para
dignificar la vida, el trabajo y la política frente al privilegio,
el abuso y la impunidad.
Durante décadas,
el PSOE ha impulsado avances decisivos en transparencia, en derechos
laborales, en igualdad entre mujeres y hombres, en la protección
frente a la violencia machista, en la rendición de cuentas y en la
modernización institucional. Es justo decirlo. Gracias a gobiernos
socialistas hoy existen leyes, organismos y herramientas que antes
eran impensables. Sin ese legado, España sería un país más
injusto, más desigual y más opaco.
Pero los logros
pasados no nos blindan frente a los errores presentes. Y menos aún
frente a los desafíos estructurales que siguen intactos.
Porque no se trata
solo de cambiar unas personas por otras. No se trata únicamente de
aplicar protocolos —aunque sean necesarios— ni de reaccionar
cuando el daño ya está hecho. Se trata de preguntarnos, con
valentía, qué dinámicas de poder siguen vigentes, qué incentivos
perversos se mantienen, qué culturas organizativas permiten que
alguien crea que puede actuar con impunidad, que puede abusar de su
posición o de su influencia.
La corrupción y
el acoso no nacen en el vacío. Crecen donde hay concentración de
poder, opacidad, jerarquías rígidas, personalismos, lealtades mal
entendidas y silencios cómplices.
El feminismo —que
el socialismo
ha hecho política pública y seña de identidad— nos ha enseñado
algo fundamental: no basta con castigar al agresor; hay que desmontar
el sistema que lo ampara. Esa misma lógica debe aplicarse a la ética
pública. La buena gobernanza no puede depender del azar, de la
bondad individual o de que “esta vez” hayamos acertado
con quien ocupa un cargo.
Necesitamos más
transparencia real, no solo formal. Más controles independientes y
eficaces. Más fiscalización interna y externa. Más rendición de
cuentas.
Gobierne quien
gobierne, esto no puede pasar. No puede normalizarse. No puede
relativizarse.
En
el
socialismo hay
una acción
moral de
la vida pública, no desde el sermón, sino desde la justicia social.
Para poner el poder al servicio de la mayoría, no de los intereses
propios. Si renunciamos a esa exigencia ética, lo perdemos todo: la
credibilidad, la autoridad moral y, en última instancia, la
capacidad de transformar la sociedad.
Por eso sigo
confiando. No por ingenuidad, sino por convicción. Porque creo que
el socialismo —si es fiel a su mejor tradición— puede y debe
liderar una nueva etapa de regeneración democrática, feminista y
ética. Una etapa que no se conforme con apagar incendios, sino que
se atreva a cambiar las estructuras que los provocan.
No será fácil.
Exigirá incomodidad, autocrítica y renuncias. Pero esa es,
precisamente, la diferencia entre la simple gestión del poder y la
lucha permanente por una sociedad más libre, justa e igualitaria.
No
permitamos que los corruptos y los machistas se salgan con la suya.
Blindemos la vida pública desde la ética y el feminismo.
Como bien decía el eslógan del 8M de 2022: más feminismo, mejor democracia.
